Archivo de la categoría: Tiempo ordinario

Palabras de esperanza: Martes 6 del Tiempo ordinario

P. Clemente Sobrado cp.

“Y les decía: “La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, a dueño de la mies que mande obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos” y decid: “Está cerca el Reino de Dios”. (Mc 8,14-21)

“Los discípulos fueron entusiastas, preparaban programas, planes para la futura organización de la Iglesia naciente, discutían sobre quién era el más grande e impedían hacer el bien en el nombre de Jesús a los que no pertenecían a su grupo.[…]
Los discípulos no comprendían: Lo entiendo, los discípulos querían eficacia, querían que la Iglesia siga adelante sin problemas y esto puede convertirse en una tentación para la Iglesia: ¡la Iglesia del funcionalismo! ¡La Iglesia bien organizada! ¡Todo bien pero sin memoria y sin promesa! Esta Iglesia así, no avanzará: será la Iglesia de la lucha por el poder, será la Iglesia de los celos entre los bautizados, y muchas otras cosas que están allí cuando no hay memoria ni promesa. Por lo tanto, la vitalidad de la Iglesia no está dada por los documentos y reuniones para planificar y hacer bien las cosas: estas son realidades necesarias, pero no son el signo de la presencia de Dios”.
(Papa Francisco)

Siempre hay más cosas que hacer que quienes
estén dispuestos a hacerlas.
Todos sabemos que hay muchas cosas que se debieran hacer,
pero todos esperamos a que las hagan otros.
Todos sabemos que hay muchas cosas que pueden hacerse,
pero todos preferimos que sean otros quienes las hagan.

Jesús, envía, por primera vez a setenta y dos
de sus discípulos a que vayan por delante preparándole el camino.
Y les hace ver:
Que la mies es abundante.
Que tienen por delante un campo muy amplio.
Que no es tiempo de descansar tomándose un traguito o un refresco.
Que más bien es la mies la que los está esperando el Evangelio.
Son ellos los que tienen que poner prisas a sus pies.
Que tampoco se hagan ilusiones.
Que no se imaginen que todos los van a recibir con los brazos abiertos.
Que vayan dispuestos como corderos a encontrarse
con manadas de lobos.

Para ello tienen que ir:
Libres como el viento.
Sin miedo a perder nada.
Ligeros de equipaje.
Pero, eso sí, con el corazón cargado de ilusiones y esperanzas,
pues son portadores de a gran noticia:
“El Reino de Dios está cerca de vosotros”.

Cada día, todos somos conscientes de que
en el mundo hay mucho por hacer.
Todos sabemos que lo que el mundo necesita
no son lamentos de que todo está mal.
Tenemos que conocer la realidad, pero con ojos de esperanza.
Tenemos que anunciar algo más que calamidades.
Que es preciso anunciar buenas noticias,
sembrar nuevas ilusiones y nuevas esperanzas.
Que las cosas no andan mal porque tengan que ser así.
Que las cosas pueden cambiar.
Pero hay que cambiarlas.
Y se necesita de hombres y mujeres dispuestos a cambiarlas.
Que se necesita de hombres y mujeres que,
en vez de pasarse el tiempo inútilmente,
tienen que ponerse en camino.
Porque las cosas no cambian por saber que están mal.
Ni tampoco van a cambiar por mucho que lo lamentemos.
Tampoco cambiaremos el mundo a “control remoto”
como quien cambia de canal de televisión,
mientras seguimos cómodamente sentados en nuestro sillón.

Que es preciso “ponernos en camino”, decidirnos, poner manos a la obra.
Que tenemos que fiarnos, no tanto de nuestro equipaje,
sino de nuestra libertad para actuar, incluso allí
donde posiblemente, nadie quiera escucharnos ni creernos.
Que en el camino encontraremos demasiados lobos.
Pero que nuestro corazón tiene que estar lleno de esperanza.
Que tenemos que llevar ilusiones.
Que tenemos que anunciar que el cambio es posible.
Que tenemos que anunciar que un nuevo futuro es posible.

Como cristianos es preciso proclamemos al mundo:
Que tenemos que mirar hacia delante.
Que tenemos que mirar más allá de la dura realidad del presente.
Que tenemos que despertar esperanzas dormidas.
Que tenemos que arrimar todos el hombro,
porque será entre todos, que hagamos posible un mundo mejor,
un mundo más bonito, un mundo más bello.

Además, a nosotros sólo se nos pide “vayamos por delante”.
A nosotros se nos pide preparar el ambiente.
Que por detrás vendrán otros que podrán llegar más lejos.
Pero alguien tiene que abrir el camino.
Alguien tiene que ir por delante para que otros se animen.
El cristiano no puede ser el que siempre llega tarde.
El cristiano tiene que ser el que llega primero,
el que primero se compromete, el que primero se moja.
No importa si somos los primeros que llegamos.
Lo que importa es que abramos caminos para que otros lleguen.

Palabras de esperanza: Lunes 6 del Tiempo ordinario

P. Clemente Sobrado cp.

“Se presentaron los fariseos y se pusieron a discutir con Jesús; para ponerlo a prueba, le pidieron un signo del cielo. Jesús dio un profundo suspiro y dijo: “¿Por qué esta generación reclama un signo?” (Mc 8,11-13)

“¿Por qué estos doctores de la ley no entendían los signos de los tiempos y pedían un signo extraordinario, por qué no entendían? Antes que nada, porque estaban cerrados. Estaban cerrados en sus sistemas, habían organizado muy bien la ley, una obra maestra. Todos los hebreos sabían lo que se podía hacer y lo que no, hasta donde se podía llegar. Estaba todo organizado, todos se sentían seguros allí. Para ellos eran cosas extrañas las que hacía Jesús: Ir con los pecadores, comer con los publicanos. A ellos no les gustaba, era peligroso; estaba en peligro la doctrina, esa doctrina de la ley, que ellos, los teólogos, habían creado a lo largo de los siglos”. (Papa Francisco)

¡Qué complicados somos los hombres!
Dios no acierta con nosotros.
Jesús no se cansa de sanar y curar enfermos,
como expresión de la presencia y fuerza del Reino.
Acaba de multiplicar los panes y dar de comer a toda una multitud.
Y ellos insisten en reclamar señales del cielo.

Dios solo ha querido hacer un signo en el cielo:
amarnos tanto que nos envió a su propio Hijo.
Todos los demás signos o señales, Dios los hace en la tierra.
Y todos ellos son signos de amor a los hombres.
Pero pareciera que esos signos no sirven.
No nos interesan las señales que Dios hace.
Queremos las señales que a nosotros nos interesan.
Jesús mismo se siente como dolido, desilusionado,
y por eso, “dio un profundo suspiro”.

En el fondo, ¿no es también esta nuestra realidad?
Si miramos atentos a nuestras vidas, veremos que estamos rodeados,
cada día de esas señales de Dios:
¿Acaso no es un milagro y signo de Dios la vida de cada día?
Si estamos enfermos y nos cura, entonces lo llamamos milagro.
Pero el don de la vida no es milagro.
¿Acaso no es milagro de Dios el que cada mañana
podamos ver el color de las flores?
Si estuviésemos ciegos y nos devolviese la vista,
diríamos que es un milagro.
Pero la visión diaria no es milagro.
¿Acaso no es milagro de Dios el que, cada día,
nuestro corazón bombee miles de veces la sangre
irrigando todo nuestro cuerpo?
Pero si un día se nos paraliza y vuelve a su rutina diaria, eso sí es milagro.
¿Acaso no es un milagro de Dios:
¿Cada hijo que nace?
¿Cada sonrisa que nos regala nuestro hijo?
¿Cada amor que brota de nuestro corazón?
¿Cada año que cumplimos de vida?
¿Cada anciano que llega a la cumbre de la vida?
¿Cada pareja que se ama?
¿Cada pareja que puede luchar cada día por el pan de los hijos?

Y si queremos ir más lejos ¿no somos cada uno
los testigos de los milagros de Dios?
¿No es un milagro el sentirnos amados por él?
¿No es un milagro el que nosotros seamos capaces de amarle?
¿No es un milagro el perdón que nos regala?
¿No es un milagro el que cada día él se haga presente
en medio de nosotros en la Eucaristía?
¿No es un milagro el que cada día convierta
los granos de nuestro trigo en su Cuerpo
y en el vino de nuestros viñedos en su Sangre?
¿No es un milagro el que cada día podamos
recibirle en nuestro corazón?

¿Y no es un milagro el que haya hombres y mujeres capaces
de entregar sus vidas en el servicio de los demás?
¿Y no es un milagro tanto amor como hay todavía en el mundo?

Para el que tiene ojos de fe:
Nosotros mismos somos un milagro de Dios.
Vivimos rodeados de milagros.

Y, sin embargo, también nosotros seguimos
pidiéndolo a Dios milagros, señales.
Quienes somos incapaces de ver la infinidad de milagros
que se dan cada día, nos pasamos la vida pidiendo milagros.
Que Jesús no nos diga a nosotros lo que,
a aquellos fariseos, casi con rabia e indignación:
“Os aseguro que no se le dará un signo a esta generación”.
A lo que me gustaría añadir: “hasta que sea capaz
de ver los signos que les regalo cada día”.

Homilía del 6to Domingo del Tiempo ordinario

Escucha aquí la Homilía del P Clemente Sobrado cp sobre el 6to Domingo del Tiempo ordinario

Palabras de esperanza

“Se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: “Si quieres, puedes limpiarme”. Sintiendo lástima, extendió la mano y le toco, diciendo: “Quiero, queda limpio”. La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. El lo despidió, encargándole severamente: “No se lo digas a nadie…”
(Mc 1,40-45)

“El episodio de la curación del leproso tiene lugar en tres breves pasos: la invocación del enfermo, la respuesta de Jesús y las consecuencias de la curación prodigiosa. El leproso suplica a Jesús «de rodillas» y le dice: «Si quieres, puedes limpiarme» (v. 40). Ante esta oración humilde y confiada, Jesús reacciona con una actitud profunda de su espíritu: la compasión. Y «compasión» es una palabra muy profunda: compasión significa «padecer-con-el otro». El corazón de Cristo manifiesta la compasión paterna de Dios por ese hombre, acercándose a él y tocándolo”. (Papa Francisco)

Hay algo que me sorprende en la vida de Jesús,
sobre todo, en su relación con los enfermos, los pecadores.
El Evangelio suele utilizar una frase que,
es posible se nos pase desapercibida: “se le acercaban”.
Nadie se acerca a los espinos.
Nadie se acerca a las ortigas.
Nadie se acerca a los amargados.
Nadie se acerca a los que les tenemos miedo.
Nadie se acerca a los que pueden rechazarnos.

La gente, algo veía en Jesús, que les inspiraba confianza.
Había un algo en él que atraía a la gente.
Incluso aquellos, a quienes la ley excluía y marginaba,
no tenían reparo en “acercase a él”.
Hay personas que crean rechazo.
Hay personas que crean distancias.
Hay personas que inspiran miedo, respeto y lejanía.
Hay personas de las que todos nos alejamos.

Me encanta la figura que de Jesús presentan los Evangelios.
Porque es una persona:
A la que se siente próxima.
A la que se siente cercana.
A la que uno puede acercarse sin miedos.
A la que se acercan los malos y se sienten bien a su lado.
A la que se acercan incluso los niños porque se sienten acogidos.

Un leproso, por ley tenía que vivir lejos
e incluso gritar “leproso, leproso” para que la gente se alejase.
En cambio, se entera de que es Jesús
y rompe con la ley, rompe con las normas,
rompe con las distancias “y se acerca a Jesús”.

Siempre me ha preocupado pastoralmente:
Que la gente nos vea como a distancia.
Distancia que, por otra parte, nosotros mismos hemos creado,
sintiéndonos distintos, como si fuésemos de otra galaxia.

Personalmente siempre me ha disgustado
que nos señalen con esos títulos de “Reverendo”,
“Ilustrísimo”, “Eminencia”. Incluso, hasta el usted me cae mal.
Porque, por mucho que queramos justificarlo,
responden más a títulos humanos que a Evangelio.
En mis últimas vacaciones en el pueblo,
compañeros míos de escuela venían y me saludaban
con tremenda seriedad: “cómo está Usted Don Clemente”.
A alguno le respondí: “si sigues con esos Dones no me hables más”.

Es posible que para muchos pueda ser un escándalo,
pero hasta cuando hablo con Dios, prefiero tratarle de “tú”.
Me inspira más confianza. Cada uno es libre de hacerlo
como mejor la vaya, yo me quedo con el “tú”
que no creo sea falta de respeto sino cercanía y confianza.

Además, si el texto del Evangelio es exacto, hasta el mismo leproso
trata de tú a Jesús: “Si quieres, puedes limpiarme”.
Jesús es alguien cercano.
Alguien que no vive del despacho.
Sino alguien a quien le encanta vivir y compartir con la gente.
Por eso, también es de los que “puede tocar”,
puede “imponer la mano”, incluso consciente de que estaba prohibido.
“Y este detalle es muy importante. Jesús «extendió la mano y lo tocó…
la lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio» (v. 41-42).
La misericordia de Dios supera toda barrera
y la mano de Jesús tocó al leproso.
Él no toma distancia de seguridad y no actúa delegando,
sino que se expone directamente al contagio de nuestro mal;
y precisamente así nuestro mal se convierte en el lugar del contacto:
Él, Jesús, toma de nosotros nuestra humanidad enferma
y nosotros de Él su humanidad sana y capaz de sanar.
Esto sucede cada vez que recibimos con fe un Sacramento:
el Señor Jesús nos «toca» y nos dona su gracia.
En este caso pensemos especialmente en el Sacramento
de la Reconciliación, que nos cura de la lepra del pecado”.
(Papa Francisco)

Siento pena cuando escucho que los hijos tienen miedo a su padre.
Y se cuadran cuando llega a casa como si llegase el “Comandante”.
En cambio, disfruto cuando los niños salen a la puerta
y se le cuelgan del cuello y lo besan.

Pero siento mayor fastidio cuando, a nosotros los sacerdotes,
nos tienen miedo y como dicen en mi tierra,
“hay que quitarse la gorra cuando pasa el cura”.
Prefiero me saluden con un beso, aunque sea de vieja.
Prefiero me den un abrazo o me extiendan la mano.
Porque, como Jesús prefiero la pastoral
de “tocar con la mano”, aunque sepa
que a muchos esto pueda escandalizarles.
¿Acaso no escandalizó Jesús “tocando a los leprosos”,
que eran legalmente intocables?

Palabras de esperanza: Sábado 5 del Tiempo ordinario

P. Clemente Sobrado cp.

“Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: “Siento compasión de esta gente; porque hace ya tres días que están conmigo y no tienen qué comer, y, si los despido a sus casas en ayunas, se van a desmayar por el camino. Además, algunos han venido de lejos. Le respondieron sus discípulos: “¿Y de donde se puede sacar pan, aquí, en un desierto, para que se queden satisfechos?” Él les preguntó: “¿Cuántos panes tienen ustedes?” Le contestaron: “Siete”. (Mc 8,1-10)

“Una sociedad así, simplemente se empobrece a sí misma; más aún, pierde algo que es esencial para ella. No dejemos, no dejemos entrar en nuestro corazón la cultura del descarte. No dejemos entrar en nuestro corazón la cultura del descarte, porque somos hermanos. No hay que descartar a nadie. Recordémoslo siempre: sólo cuando se es capaz de compartir, llega la verdadera riqueza; todo lo que se comparte se multiplica. Pensemos en la multiplicación de los panes de Jesús. La medida de la grandeza de una sociedad está determinada por la forma en que trata a quien está más necesitado, a quien no tiene más que su pobreza”. (Papa Francisco)

Resulta curioso que la multiplicación de los panes
se repite varias veces en el Evangelio.
A Jesús le preocupa el hambre de la gente.
No dice que siente compasión porque aún no creen.
No dice que siente compasión porque aún no han comprendido su palabra.
Dice que siente compasión cuando los ve enfermos.
Dice que siente compasión cuando los ve con hambre.
A Dios le duele que el hombre no tenga que comer.
A Dios le duele que el hombre sienta hambre incluso si es por seguirle.
Dios no quiere una religión con hambre.
Dios no quiere una religión que justifique el hambre.
Dios no quiere una religión insensible al hambre de la gente.
Dios y el hambre no pueden estar juntos.
Dios y el hambre no pueden armonizarse.
A Dios le duelen las extrañas cuando ve que alguien sufre hambre, por más que sea porque le está siguiendo tres días.

En Marcos:
Es Jesús el primero que toma conciencia del hambre de la gente.
Es Jesús el primero que no quiere despedirla con hambre.
Es Jesús el primero que trata de buscar solución a como sea.

Y se lo hace conocer a sus discípulos.
Les quiere enseñar a tomar conciencia del hambre de los demás.
No los quiere insensibles ni indiferentes al hambre de la gente.
Y por eso los llama a todos.
Y les hace ver la realidad.
Pero también les hace pensar cómo dar respuesta al problema.

Dios puede hacer milagros.
Dios puede hacer panes de las piedras.
No lo hizo cuando las tentaciones del desierto.
Pero sí lo hace cuando se trata de los demás.
Jesús hará el milagro de que coman todos hasta saciarse.
Pero no lo hará solo.
Quiere demostrarles que Dios actúa contando con la ayuda nuestra.
Por eso les pregunta ¿cuántos panes tienen?

Lo más fácil es culpar a Dios del hambre que hay en el mundo.
Lo más fácil es cuestionar a Dios por qué permite el hambre en el mundo.
Porque es la mejor manera de lavarnos nosotros las manos.
Es la mejor manera de sentirnos nosotros libres.
Es la mejor manera de no sentirnos responsables.
Y Dios hace cosas, pero a través de la acción de los hombres.
Dios puede sanar, pero para eso cuenta con los médicos.
Dios puede darnos de beber, pero tendremos que ser nosotros
los que buscamos las fuentes y ponemos las tuberías.
Dios puede darnos pan para comer, pero tendremos
que ser nosotros los que sembramos el trigo.
Dios puede darnos pan abundante,
pero seremos nosotros los que lo cocinamos.
Dios puede dar de comer a los hambrientos,
pero para eso estamos los que nos sobra el pan
y tenemos que compartirlo.

No es problema de tener poco.
“¿Cuántos panes tenéis?” “Siete”.
Para los discípulos no eran nada en comparación
con los que tenían hambre.

Para Jesús son suficientes. “Traédmelos”.
Lo poco con mucho amor y solidaridad puede llegar a muchos.
Lo mucho con egoísmo llega siempre a pocos.
El pan de la Eucaristía es pequeño y poco.
Cabe en unos copones.
Pero llega a todos.
Tal vez yo no pueda dar de comer a todos,
pero puedo dar a algunos.
El pan que a mí me sobra no es mío.
Le pertenece a ese hambriento que pide limosna.

Señor: que sepa ver el hambre del mundo.
Señor: que me duelan las entrañas al ver tanta hambre.
Señor: que sepa compartir mis “siete” panes.
Señor: te dejo que luego tú hagas el milagro.

Palabras de esperanza: Viernes 5 del Tiempo ordinario

P. Clemente Sobrado cp.

“Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le pidieron que le impusiera las manos. El, apartándolo de la gente a un lado, le medió los dedos en los oídos y con la saliva le toco la lengua. Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: “Effeta” que quiere decir: “Abrete”. Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la atadura de la lengua y hablaba sin dificultad. Y les mandó que no lo dijera a nadie; pero cuanto más lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos”. (Mc 7,31-37)

“Se evidencian dos gestos de Jesús. Él toca las orejas y la lengua del sordomudo. Para restablecer la relación con ese hombre «bloqueado» en la comunicación, busca primero restablecer el contacto. Pero el milagro es un don que viene de lo alto, que Jesús implora al Padre; por eso, eleva los ojos al cielo y ordena: «¡Ábrete!». Y los oídos del sordo se abren, se desata el nudo de su lengua y comienza a hablar correctamente (cf. v. 35). La enseñanza que sacamos de este episodio es que Dios no está cerrado en sí mismo, sino que se abre y se pone en comunicación con la humanidad. En su inmensa misericordia, supera el abismo de la infinita diferencia entre Él y nosotros, y sale a nuestro encuentro. Para realizar esta comunicación con el hombre, Dios se hace hombre: no le basta hablarnos a través de la ley y de los profetas, sino que se hace presente en la persona de su Hijo, la Palabra hecha carne. Jesús es el gran «constructor de puentes» que construye en sí mismo el gran puente de la comunión plena con el Padre”. (Papa Francisco)

Pocas curaciones están relatadas con tantos detalles.
¿Será por la importancia y el simbolismo que encierra?

Sordo y mudo.
Le pidieron, otros no él que la impusiera las manos.
Lo apartó de la gente.
Le metió los dedos en los oídos.
Le tocó la lengua con su saliva.
Mirando al cielo.
Suspiró y le dijo “Ábrete”.
Se le abrieron los oídos y se le soltó la lengua.
Hablaba sin dificultad.

En primer lugar:
Se trata de un pobre hombre incomunicado.
Se trata de un pobre hombre que vive encerrado sobre sí mismo.
Ni puede escuchar a los otros.
Ni puede comunicarse a sí mismo.
Vive la oscuridad de la soledad de sí mismo.
No es un marginado de la Ley.
El mismo es un marginado.

Vive el sufrimiento de no enterarse de lo que pasa fuera de él.
Vive el sufrimiento de no poder compartir lo que siente él.
Es un hombre encarcelado en sí mismo.
Cuando en realidad Dios ha hecho al hombre un ser social.
La comunicación nos hace ser personas.
Y Jesús lo devuelve a la comunidad.
Lo reintegra a la comunidad mediante la comunicación.

Es de admirar el sentido humano de la gente.
Que se da cuenta de su soledad.
Y es la gente la que ruega a Jesús que lo cure.
La integración a la comunidad comienza
en la comunidad misma que siente compasión de él.

En segundo lugar:
Es el símbolo del hombre que tiene los oídos
cerrados a la Palabra de Dios.
Es el símbolo del hombre que no puede
escuchar ni a los hombres ni a Dios.
Es el símbolo del hombre que está
incapacitado por anunciar la Palabra.
Es el símbolo del hombre que está imposibilitado
de comunicar sus sentimientos.
Pero también tiene la imposibilidad de anunciar
la Buena Noticia del Reino.

Es un hombre que vive la soledad humana.
Y vive la soledad espiritual.
Es el hombre sordo a los hombres y sordo a Dios.
Es el hombre que no puede hablar con los hombres, tampoco con Dios.

Jesús le abre el oído que ya es parte de la comunicación.
Jesús le toca con su propia saliva.
Como si le hiciese partícipe de su propia libertad para hablar.

Lo hace con dos gestos:
Mirando al cielo como suplicando al Padre y abriéndolo al Padre.
Suspirando, sintiendo y compartiendo su propio sufrimiento.
Pero Jesús no quiere que se divulgue.
Jesús no busca el aplauso.
Claro que la gente no puede callar.
Es la expresión de que ahora ya puede escuchar la Palabra.
Y es la expresión de que no puede callarla sino anunciarla.

Señor: ábreme el oído para que pueda escuchar
el hermano que sufre.
Señor: suéltame la lengua para que pueda
comunicarme con el que está solo.
Señor: abre el oído de mi corazón
para escuchar a Dios.
Señor: suelta mi lengua, y que no siga siendo
un mudo de tu palabra.

“Para realizar esta comunicación con el hombre,
Dios se hace hombre: no le basta hablarnos
a través de la ley y de los profetas,
sino que se hace presente en la persona de su Hijo,
la Palabra hecha carne.
Jesús es el gran «constructor de puentes» que construye
en sí mismo el gran puente de la comunión
plena con el Padre”. (Papa Francisco)