Archivo mensual: julio 2009

Primero creer en la gente

Domingo 15 b del ordinario

Para anunciar el Evangelio a los hombres, primero es preciso creer en los hombres. Quien no cree en el hombre no tiene nada que decir al hombre.
Pero no basta creer en los hombres, hay que creer en todos los hombres.
En los que piensan como uno y en los que piensan de manera distinta.
En los que son de nuestra cultura y en los que viven otra cultura.
Porque el Evangelio hay que anunciarlo a “toda la creación” y no solo a nuestros “compadres” de grupo o de religión.

Esta es la experiencia a la que Jesús quiere someter a sus discípulos. Los envía de dos en dos. Y no dice que los envíe a predicar sino simplemente los envía para que hagan la experiencia de encontrarse con gente buena, con gente mediana y con gente no tan buena. Que se metan entre la gente. Que experimenten a la gente. Que salgan del clan cerrado del grupo y del sistema y puedan abrirse a todos. Ser gente entre la gente. Ser hombres entre los hombres.


Y en modo alguno vernos como una especie de “selección” que haga sentirnos superiores a los demás. Jesús mismo quiso hacerse hombre entre los hombres. Y a ello dedicó la mayor parte de su vida. Y ahora quiere que los suyos también sientan que no son nada especiales y raros, ni superiores, ni inferiores. Que son sencillamente hombres entre los hombres. Porque solo así podrán luego anunciar y proclamar el Evangelio.
Esta no es una misión misionera. Es una misión humanizadora de los mismos discípulos.

Nada de superioridades. Porque el Evangelio no se anuncia de arriba abajo, sino horizontalmente en contacto con los hombres.
Sólo les permite llevar lo necesario para el camino: un bastón y unas sandalias.
No dos túnicas como los ricos y los jefes.
Una sola túnica como la gente sencilla del pueblo.
No alforja, como quien va a mendigar o a pedir.
Tampoco dinero suelto en la faja que les dé seguridad para cualquier eventualidad.
Sencillamente los envía con la confianza de que los hombres tienen un corazón suficientemente humano como para darles de comer y de beber y para atenderlos en sus necesidades.
No les reserva previamente una habitación de hotel.
Quien quiera proclamar el Evangelio ha de tener suficiente confianza de que la gente es buena y les ofrecerán hospitalidad.
Van indefensos, pero acompañados de su confianza y de su fe en la bondad del corazón humano que sabrá atenderles.

El mensaje es claro: tienen que tener fe en el corazón de los hombres.
Tienen que aprender a confiar en la bondad de todos los hombres.
Judíos o no judíos. Creyentes o no creyentes. Practicantes o no practicantes.
Tienen que aprender a creer en los hombres, en todos los hombres.
Buenos o malos, porque el Evangelio es para todos.

Pero tienen que aprenderlo no en los libros ni en los discursos sino compartiendo la misma vida de ellos.
Por eso, una vez que alguien les dé hospitalidad en una casa, han de quedarse allí, comer lo que ellos comen, beber los que ellos beben y dormir como ellos duermen sin privilegios ni excepciones.
No han de cambiar de casa para irse a otra que tenga mejores condiciones de vida.
Han de vivir la vida que viven todos ellos.

Con frecuencia, tenemos que reconocerlo, carecemos de fe en el corazón de los demás.
Dudamos de que también los demás puedan responder a la llamada del Evangelio.
Dudamos de que también los demás sean capaces de abrir sus corazones al Evangelio.
Nos sentimos superiores.
Nos sentimos unos selectos y con derechos especiales.
Nos sentimos maestros de los demás y nos olvidamos que también los demás nos pueden enseñar mucho a nosotros.
Nos sentimos maestros a quienes los demás han de escuchar, sin que nosotros les escuchemos a ellos.
El misionero, llamado a anunciar el Evangelio, es uno más del pueblo.
Es un hombre más entre los hombres.
Y necesita creer en el corazón de cada hombre como cree en el Evangelio que anuncia.
Quien no tiene fe en el hombre tampoco tiene fe en el Evangelio.
Quien no tiene fe en el hombre no debiera anunciar el Evangelio.
Jesús creyó en el hombre y en los hombres, hasta pudiera decirse que creyó más en aquellos en quienes nadie creía.

Oración
Señor: Tú comenzaste por creer en la condición humana.
Por eso te encarnaste haciéndote uno más entre los hombres.
Viviste entre nosotros como un hombre más.
Te conocían como el “carpintero”.
Proclamaste la Buena Nueva a los publicanos, a los pecadores,
a la adúltera, a la samaritana.
Tu gran pecado fue creer en todos, también en los malos
a quienes los buenos excluían.
Danos un corazón capaz de creer en ti,
pero también de creer en el corazón de los hombres.

Clemente Sobrado C. P.

www.iglesiaquecamina.com

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Sin mirar al pasado

b-dom14

Escucha la Homilía del Domingo 5 de julio del 2009

flickr: nafra cendrers

flickr: nafra cendrers

Los carpinteros no sirven para Dios

Domingo 14 b del ordinario

El Evangelio de hoy resulta muy curioso. Y revela nuestros esquemas mentales, nuestra manera de pensar y valorar. La gente se admira y se hace lenguas de la sabiduría de Jesús. Pero lo que ya no entiende es que “sea el hijo del carpintero”.

No nos asusta la grandeza de Dios. Pero nos escandaliza su sencillez y cuando se hace pequeño. “Y esto les resultaba escandaloso”. No se escandalizan de que Dios tenga una sabiduría especial, sea omnipotente, haga  milagros, sea grande. Pero nos escandaliza verlo de carpintero del pueblo.
Toda su admiración por “su sabiduría”, sus “milagros” se viene abajo cuando se dan cuenta de que Jesús es el hijo del carpintero y conocen a toda su parentela que no pertenecía a la clase alta sino a la clase sencilla y pobre del pueblo. Su apellido no era de los que sonaban y hacían historia.

Dios empeñado en rebajarse hasta hacerse hombre y carpintero. Y nosotros empeñados en elevar a Dios tan alto que ni lo podemos ver. Dios empeñado en hacerse uno de nosotros y como nosotros. Y nosotros empeñados en hacerlo distinto a nosotros.

flickr: Phoenix Trimegisto

flickr: Phoenix Trimegisto

Eso de rebajarse como que no nos va.
¿Quién quiere vaciarse de sus títulos o dignidades?
¿O al menos, no exhibirlas como un trofeo?
Todos queremos subir, aunque sea a cuenta de los demás.
Todos sacamos nuestros pergaminos para que la gente nos considere que somos alguien.
Todos queremos que delante de nuestros nombres pongan: Don, Su Eminencia, Su excelencia, Reverendísimo, Ilustrísimo.
Es que esos títulos lucen, a uno le dan brillo.
Uno puede ser un don nadie, pero con uno de esos títulos por delante, todo el mundo se te rinde.

Si Jesús hubiese sido Ingeniero, Arquitecto, Senador, Presidente de la República, Obispo o aunque no sea más que Párroco o Superior de una Comunidad o Presidente de alguna entidad pública, o algo así, todos le creerían. Pero, como era “hijo del carpintero” y su familia no era de renombre en el pueblo, “se escandalizaban de él”.

Por eso Dios nos suele resultar desconcertante, porque camina en siempre en dirección contraria a nosotros.

El queriendo acercarse al hombre y nosotros empeñados en verlo desde lejos.
El queriendo parecerse a nosotros y nosotros empeñados en hacerlo distinto.
El queriendo familiarizarse con nosotros y nosotros empeños en sentirlo extraño.
El queriendo hacerse sencillo y nosotros empeñados en hacerlo complicado.
El queriendo que le tratemos de tú y nosotros tercos en llamarle “Señor”.
El queriendo hacerse débil y nosotros seguimos tercos con eso de “omnipotente”.
El queriendo hacerse pobre por nosotros y nosotros tercos en querer verlo rico.
El queriendo inspirarnos confianza y nosotros tercos en tratarlo siempre con grave reverencia: “Señor”.

Y el caso es que, con esas nuestras actitudes, le impedimos hacer su obra en nosotros. “Y no pudo hacer allí ningún milagro”. “Y se extrañó de su falta de fe”.
Porque es fácil creer en un Dios que nosotros hacemos y creamos a la medida de nuestras mentalidades.

Pero la fe no consiste en creer en el Dios que nosotros nos inventamos sino en el Dios que se nos revela tal y cual quiere que le conozcamos.
Dios no quiere imponerse por su poder sino por su amor.
Dios no quiere que le amemos por su grandeza sino por su sencillez.
Dios no quiere que le temamos por omnipotencia, sino que le amemos por hacerse como nosotros.
Dios quiso ser carpintero, arregla sillas, arregla patas de mesa.
Dios quiso ser carpintero para oler a viruta y aserrín.
Dios quiso ser carpintero para oler a madera.

Y esto lo transferimos luego a la realidad de la vida. Un amigo mío era socio de una empresa. Su otro socio decidió retirarse y él le compró su parte. Pero le dio un consejo: “Oye, supongo que tirarás ese “Vokswagen”  y te comprarás un “Mercedes” aunque sea de segunda mano, porque ¿qué banco te va a prestar dinero si te ven con ese carro?
Es que para nosotros las apariencias valen mucho, aunque sea de segunda mano. Pero que sea de los que suenan alto. Lo mismito le pasó a Jesús: habla bonito, dice cosas extraordinarias, tiene una sabiduría única, pero no tiene carro, es un simple carpintero.

Oración
Señor: Cuando mi pobreza me impedía soñar, solo pude pensar:
“Seré zapatero o carpintero”.
Y ni fui zapatero ni fui carpintero.
Pero en aquel entonces no se me hubiera pasado por la cabeza,
que eso de ser carpintero no vale para ser Dios.
Pero un día tú sin renunciar a tu condición divina, te hiciste carpintero.
Por eso los tuyos no quisieron creer en ti.
Pero te doy gracias porque sabes mucho de maderas y de clavos.
Porque así te has hecho más cercano y asequible a nosotros.
No te pido que arregles mis sillas rotas,
sino que seas el carpintero que arreglas cada día mi corazón roto.

Clemente Sobrado C. P.

www.iglesiaquecamina.com

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