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Bocadillos espirituales para vivir la Pascua: Jueves de la 7 a. Semana – Ciclo B

“También les di a ellos la gloria que me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me han enviado y los has amado como me has amado a mí”. (Jn 17, 20-26)

Jesús no sabe hablar con el Padre si no es hablándole de nosotros.
Se siente tan unido y tan “uno” con nosotros que cuando habla de sí con el Padre tiene que hablarle también de nosotros.
En esta oración de Jesús diera la impresión de que:
Jesús no es nada sin el Padre.
Jesús no es nada sin nosotros.
Y nosotros no somos nada sin Jesús y el Padre.
Nadie le ha hablado tanto al Padre nosotros como Jesús.
Desde que se encarnó y se hizo uno de nosotros, Jesús no se entiende a sí mismo sin nosotros:
“para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí,
Y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”.

Jesús no se entiende a sí mismo sin nosotros aquí en la tierra.
Se ha identificado tanto con nosotros que se ve a sí mismo como uno de de nosotros.
Incluso le pide al Padre, que en el cielo:
estemos donde él está,
contemplemos su gloria, “la que me diste , porque me amabas, antes de la creación del mundo”.
No se entiende a sí mismo sin nosotros, aquí en la tierra.
Pero tampoco en el cielo.
Como si no le bastara la gloria que recibe del Padre, si no es compartiéndola con nosotros.

Y es en esta comunión del Padre con El, de El con nosotros y nosotros con El, donde Jesús quiere hacer creíble su encarnación. “Para que el mundo crea que tú me has enviado”.
No haremos creíble la encarnación con nuestras grandes estructuras eclesiales.
No haremos creíble la encarnación con los grandes títulos eclesiales.
No haremos creíble la encarnación de Jesús con nuestras grandes Catedrales.
No haremos creíble la encarnación de Jesús con todas nuestras teologías.

Lo único que hace creíble la encarnación es:
Nuestra comunión con él,
Pero sobre todo, la comunión de amor entre nosotros mismos.
El gran argumento que hace creíble la encarnación de Jesús es “el amor, la unidad, la comunión y la fraternidad”.

El amor no es solo una exigencia del corazón humano.
El amor es una exigencia de la fe.
El amor es una exigencia del amor del Padre que nos envió a Jesús.
El amor es una exigencia de la credibilidad de su encarnación y su presencia en medio de nosotros.

La Iglesia es el sacramento de la credibilidad de la humanización de Jesús.
La Iglesia es el sacramento de la credibilidad de la encarnación de Jesús en el vientre virginal de María.
La Iglesia es el sacramento de la credibilidad de la Navidad.
La Iglesia es el sacramento de la credibilidad del Evangelio.
La Iglesia es el sacramento de la credibilidad de la vida eterna.
Pero sólo a través del amor.
Sin amor la Iglesia no es creíble en sí misma.
Sin amor la Iglesia no es creíble en su predicación.

El amor es el principio del conocimiento.
“Padre Santo, el mundo no te ha conocido, yo te he conocido,
Y estos han conocido que tú me enviaste.
Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos”.
Las grandes crisis de la Iglesia no son doctrinales.
Las grandes crisis de la Iglesia no son estructurales.
Las grandes crisis de la Iglesia son “crisis de amor”.

Pensamiento: De nuestro amor depende la credibilidad del Evangelio.

Clemente Sobrado C. P.

Bocadillos espirituales para vivir la Pascua: Martes de la 7 a. Semana – Ciclo B

“Jesús levantando los ojos al cielo, dijo: “Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique y, por el poder que tú le has dado sobre la carne, dé vida eterna a los que le confiaste. Esa es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo”.
(Jn 17,11)

Comenzamos la llamada “Oración Sacerdotal de Jesús”.
Una oración en la que de su corazón brota como un manantial el agua de la experiencia de su Padre y la experiencia de su vida.

Y comienza por algo fundamental.
Por expresar ante el Padre su actitud ante su “hora”, es decir ante su muerte.
Resulta maravilloso ver con qué gozo y con qué naturalidad habla Jesús de su muerte.
No como un fracaso.
No como una derrota.
No como un final que termina en el vacío.
Sino como un doble glorificación:
Como la glorificación del Hijo.
Como la glorificación del Padre.

¡Con el miedo que nosotros tenemos de hablar sobre la muerte!
Cuando hablamos de la muerte como que lo decimos bajito para que nadie se entere.
En una ocasión me llamaron para administrar el Sacramento de los Enfermos a un amigo mío, abogado él, que estaba realmente ya frenando la velocidad de la vida porque se acercaba su final.
Mientras subíamos las escaleras, se me ocurre preguntar a sus hijos: “¿cómo estaba y si todavía tenía la mente suficientemente lúcida”. Yo tengo la manía de hablar siempre alto. Dicen que es el pecado de los españoles.
En esto los hijos me dice: “¡Por favor, Padre, hable bajito porque todavía oye!”
En esto, escuchamos que el viejo, desde su cama nos dice: “Sube, Clemente, sube, nos les hagas caso”.

Estoy convencido de que somos los sanos los que tenemos más miedo que los enfermos.
Somos los sanos los que tenemos más miedo a la muerte que los que se están despidiendo.
Una vez ya con él, yo pensaba pedir que me dejasen solo para tener más libertad de hablar. Pero él se me anticipa y les dice a los hijos: “podéis quedaros, quiero recibir el Sacramento en vuestra compañía. Lo único que siento es que no habéis puesto un florero bonito ni unas velas encendidas”.

Hablamos mucho del sentido cristiano de la vida.
Pero nos atrevemos a hablar del sentido cristiano de la muerte.
Todos nos enseñan a cómo tenemos que vivir.
Pero ¿quién se atreve a enseñarnos desde niños a cómo aprender a morir?

Nunca olvidaré a aquel ingeniero que me decía la víspera de su muerte:
“Mire, Padre, cuando vino el médico le dije:
“Doctor, yo no quiero morir como los fusilados de madrugada que les vendan los ojos. Dígame la verdad, soy creyente y quiero morir con los ojos abiertos”.

Es lo que hace Jesús en su Oración al Padre:
Muere con los ojos abiertos.
Muere consciente de que ha llegado su hora.
El ama, más que nadie la vida, por eso ama también la muerte.
Porque para él la muerte inminente “es precisamente” su “hora”.
La hora más importante de su vida.
La hora más dolorosa y más bella de su vida.
La hora en la que él siente que los hombres tratan de humillarlo.
Pero sabe que es la hora en la que el Padre le va a glorificar.
Y sabe que también con su muerte él va a glorificar al Padre.
No es el momento de ver que todo termina, sino que todo comienza.
Sabe que su muerte no es sino un regreso.
“Glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti, antes de que el mundo existiese”.

La fe tiene que iluminar nuestra vida.
Y la fe tiene que iluminar también nuestra muerte.
No como algo que pone fin a la vida, sino como algo que nos abre a la vida plena.
Vivimos muriendo cada día, y morimos para vivir el día eterno.

Clemente Sobrado C. P.

Bocadillos espirituales para la Pascua: La Ascensión del Señor – Ciclo B

“Se apareció Jesús a los Once y les dijo: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará, el que se resista será condenado. Después de hablarles, el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban”. (Mc 16,15-20)

Un momento triunfal para Jesús.
Un momento significativo para los Once.
Pero Jesús todo lo hace sin cohetes ni grandes manifestaciones.
Vino del Padre en la humildad de la encarnación.
Nació en la pobreza de un pesebre.
Regresa al Padre en la simplicidad del testimonio de los Once.
Los envía al mundo sin grandes declaraciones.

Tres palabras claves y centrales:
“ascendió, subió, se sentó a la derecha del Padre.
“id y proclamad al mundo entero”.
“cooperaba confirmando y acompañando”.

La Ascensión:
No es un momento de llegada sino de continuidad.
No es un momento de descanso,
No es un momento de sentarse.

La Ascensión es momento:
de subir,
de mirar más alto,
de mirar más lejos,
de nuevos compromisos,
de nuevas presencias.

La vida del cristiano no es decir que ya hemos llegado.
Ni para decir que ya hemos subido suficiente.
Ni que hemos llegado demasiado lejos.
Ni que nos hemos comprometido suficiente siguiéndole a él.
Ser cristiano es estar siempre en constante movimiento.
Es estar siempre en camino en busca de nuevos mundo.
Es estar siempre más alto en la vida y no quedarnos sentados y satisfechos.
No es momento para quedarnos tranquilos.
Sino para comenzar de nuevo.
No es para darnos por satisfechos con lo hecho.
Es para abrir los ojos y mirar lejos donde aun quede alguien a quien anunciar el Evangelio.

Jesús no nos mandó quedarnos en nuestro pequeño mundo.
Nuestra Diócesis.
Nuestra Parroquia.
Nuestra Comunidad.
Sino “en el mundo entero”.
“Toda la creación”.
Es la hora de cambiar esa pequeña mentalidad provinciana de “lo nuestro”.
Para entregarnos al servicio de “todos”.
No es el momento de simples palabras.
Sino de testimoniarlas con “señales que las acompañen”.
No es el momento de quedarnos solos y responsables de todo.
Es el momento de saber que El seguirá acompañándonos dando fuerza a nuestra palabra.

La Ascensión el otro rostro de la encarnación y la Navidad.
Es el momento del regreso a la casa del Padre.
Pero también es la promesa de seguir nuestros pasos acompañándonos.
El triunfo de Jesús.
Pero también el nuestro, aunque incipiente, que ya estamos en camino.
Jesús se va pero no dice que ya lo ha hecho todo.
Ahora no dice que el resto nos corresponde a nosotros.
Que nuestra condición no ni de balcón ni de sillón: “Id, anunciad, bautizad”.
Ser cristiano es estar siempre en camino, por todos los caminos del mundo.
Ser cristiano no es anunciar el Evangelio a los “nuestros” sino a “todos”.
Ascender al cielo es abrirnos a la universalidad al cambio y compromiso nuevo diario.

Clemente Sobrado C. P.

Bocadillos espirituales para vivir la Pascua: Martes de la 7 a. Semana – Ciclo A

“Jesús levantando los ojos al cielo, dijo:

“Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu hijo te glorifique y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a los que le confiaste. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo”.
(Jn 17,1-10)

Comenzamos con el capítulo 17 de Juan al que llamamos oración sacerdotal, porque es la oración final de Jesús con el Padre.
Una oración en la que:
Jesús desahoga su corazón.
Jesús le habla al Padre del cumplimiento de la misión.
Jesús habla de que ha llegado la hora de la Muerte.
Por tanto la hora del regreso.
Pero le habla de la suerte de los suyos.

Una oración maravillosa:
Llena de ternura.
Llena de desahogo del corazón.
Llena de confidencias con el Padre y con los suyos.

No sé cuantas horas serán treinta y tres años.
Pero para Jesús la verdadera hora es la de su muerte inminente.
“Una hora que ya ha llegado”.
“Una hora de que el Padre glorifique al Hijo”.
“Una hora de que el Hijo glorifique al Padre.
“Una hora de dar “la vida eterna a a los que me confiaste”.

Y a la vez es la hora:
“De que conozca de verdad al Padre.
Y conozcan de verdad al Hijo enviado”.

Comienza Jesús por traducir el verdadero sentido y valor de su muerte.
No es la muerte que termina en fracaso.
Es la muerte donde El es glorificado por el Padre.
Es la muerte donde El glorifica al Padre.
Es la muerte donde Dios revela su verdad.
Por eso le conocerán en ella.
Es la muerte donde Jesús se revela a sí mismo.
Por eso es el lugar donde podrán conocerle verdaderamente.

Jesús no contempla su hora:
Ni como la hora del sufrimiento.
Ni como la hora del fracaso.
Ni como la hora del triunfo de los hombres.
Ni siquiera como muerte.
Sino como hora de vida.
Sino como hora de revelación.

Una manera nueva de ver su muerte
Una manera de ver como glorioso lo que pareciera total derrota.
Una manera de ver esa hora como la hora más rica de su vida.
Como una manera de encontrar el Padre, el Hijo y nosotros.
Padre e Hijo son glorificados.
Nosotros como renacidos a la vida del Padre y del Hijo.

Y hasta se atreve a confesar:
La fe que ellos ya tienen en él.
El conocimiento que ya tienen de él.
Los diferencia del mundo.
Y los presenta también como del Padre, “soy tuyos”.
Y acepta que, a pesar de ser los hombres quienes lo lleven a la Cruz, sin embargo, no solo se siente glorificado por el Padre, sino que también, “y en ellos ha sido glorificado”.

Con frecuencia:
Nosotros vemos la Pasión y Muerte desde afuera, desde el sufrimiento.
La vemos que el último fracaso de su vida.
Cuando en realidad debiéramos mirar la Cruz:
Como él la mira.
¿Seremos capaces de verla como glorificación?
¿Seremos capaces de verla con los sentimientos del mismo Jesús?
“Sentid en vosotros los mismos sentimientos que Cristo Jesús”.

Es la distinta manera de ver las cosas.
Incluso la muerte.
O la vemos desde su cascarón.
O la vemos por dentro.
O la vemos con los ojos.
O la vemos con el corazón.
¡Linda meditación sobre la muerte de Jesús!

Clemente Sobrado C. P.

Bocadillos espirituales para vivir la Pascua: Jueves de la 7 a. Semana – Ciclo C

“Padre, este es mi deseo; que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo.
Padre justo, el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y estos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías está con ellos, como también yo estoy con ellos”
.

(Jn 17,20-26)

Siempre me ha gustada esta manera de hablar de Jesús con el Padre.
Porque Jesús no es de los que comienza pidiendo como mendigo.
Sino que, comienza expresando sus deseos.
Es tal su confianza en el Padre que no le pide, le basta manifestarle sus deseos.
Esta es la verdadera oración.
Este es el verdadero estilo y manera de hablar con el Padre.
Al Padre, no es necesario “pedirle”, es suficiente expresarle los sentimientos del corazón.
Pero esto significa una gran confianza.
Significa una intimidad con él.
¿Para qué pedirle cuando él mismo ya conoce la verdad de nuestras vidas?
¿Para qué pedirle cuando él mismo conoce lo que necesitamos?
Y además para qué pedirle, cuando es suficiente expresarle nuestros deseos.

Y además me gusta:
Porque Jesús no pide nada para él.
Todo lo que pide es para nosotros.
Y no pide que nos de esto o lo otro.
No pide que nos dé ni salud ni riqueza.
No pide que nos dé larga vida.
Pide algo mucho más esencial.
“Que cuanto hemos creído en él estemos donde él está”.
Jesús no se siente bien sin nosotros.
Jesús, desde su encarnación, no sabe vivir sin nosotros.

Y esto me encanta:
No saber vivir sin los otros.
No saber vivir sin nosotros.
No saber vivir, ni siquiera con el Padre y sin nosotros.
Desde que se hizo hombre como nosotros, lo nuestro le pertenece como le pertenece lo divino.
Desde que se hizo hombre él parte de nosotros y nosotros somos como parte de él.

Y por eso expresa ante el Padre un deseo que es esencial a nuestra fe.
“Estén conmigo donde yo estoy”.
Por la encarnación se incorporó a nuestra condición de vida.
Ahora quiere incorporarnos a su condición divina.
Nuestro destino final no es como cuando vamos al fútbol que nos sentamos donde nos toca.
Jesús quiere sentir que estamos a su lado, no nos quiere lejos, sino junto a él.
Esto es amor.
Esto es valorar nuestra compañía.
Como si no le bastase la compañía del Padre quiere también la nuestra.
Pero no porque él nos necesite.
Sino porque él quiere compartir con nosotros su propia gloria.
Así como compartió nuestra naturaleza y debilidades humanas, ahora que compartamos también nosotros su misma gloria.

¿Y de qué gloria habla Jesús?
La misma gloria trinitaria.
La gloria que él tenía antes de la creación en el misterio trinitario.
La gloria que él tenía antes de encarnarse en nuestra condición humana.
Esto se llama amarnos de verdad.
Esto se llama valorarnos de verdad.
Esto se llama sentirnos como algo realmente suyo.

Hay verdades que nos cuesta digerir.
Hay verdades que si las viviésemos cambiarían totalmente el horizonte de nuestras vidas.
Hay verdades que las tomásemos en serio daría un sentido diferente a nuestras vidas y también a nuestra muerte.
Porque morir ya no sería terminar y poner fin a nuestras vidas.
Morir significaría correr la misma suerte de Jesús.
Morir significaría entrar en la participación y comunión de la gloria trinitaria del Padre.

Gracias, Señor, porque nos amas tanto que “sin nosotros vivir no puedes”.
Gracias, Señor, porque nos amas tanto que “sin nosotros te faltaría algo”.
Gracias, Señor, porque quieres que nuestro destino sea el tuyo.
Estar a tu lado, estar junto a ti.
Y juntos compartir la misma gloria del Padre.
Ahora sé que puedo vivir con gozo y puedo morir con alegría.

Clemente Sobrado C. P.